Aun tras seguir la temática durante un tiempo considerable, no dejan de sorprender las declaraciones con que el periodismo deportivo nacional rasga vestiduras contra el denominado registro nacional del hincha y contra la prohibición de las hinchadas visitantes, últimas medidas anunciadas por los clubes y el Estado para enfrentar las problemáticas del fútbol profesional chileno. Sorprende pues vienen de las mismas tribunas desde las que se ha colaborado activamente durante largos años con el sensacionalismo y la desinformación respecto al tema. Los mismos que hoy dicen salir en defensa del fútbol y de los hinchas, son responsables de que este tipo de medidas aparezcan en el horizonte; son ellos los que tras repetir hasta el hartazgo su superficial e irresponsable línea editorial, consiguieron lo que buscaban, ponernos ante el riesgo –y ahora de verdad- de matar el fútbol.
Y es que aquí se debe ser claro, el fracaso de todas las políticas públicas y privadas que se han tomado para enfrentar el problema de la violencia en el fútbol no tiene que ver con la falta de recursos o con las oscuras intenciones que algunos actores pudiesen tener, su fracaso es producto del déficit estructural en la práctica de identificación y diagnóstico de la problemática y no solo de esta, sino que de la seguridad pública nacional en general. Cuando hoy se habla de combatir la violencia en los estadios podemos estar seguros de que los que hablan no se han dado a la tarea de saber a ciencia cierta qué es aquello que se está combatiendo, se actúa en la completa oscuridad tras el velo de una construcción equívoca y poblada de mitologías; una obra cimentada en la imperiosa necesidad de construir enemigos públicos que lleva a asumir como ciertos los múltiples mitos neoconservadores que los discursos político y periodísticos invocan, reafirman y ritualizan cada vez que la pauta se los permite, negando de paso cualquier posible solución.
Estamos frente a estos mitos cuando escuchamos y leemos la falsa idea de que la violencia en el fútbol es un fenómeno externo a la cultura nacional, un producto de importación que se da en Chile como un mero plagio de lo que fueron lo “Hooligans” del Reino Unido o las “Barra Bravas” de la Argentina. En este mito y en la eterna evocación que se hace –sin conocerlo- del “milagro Inglés en el fútbol” se basa la nefasta lógica de pensar que si los problemas vienen del extranjero, es en el extranjero donde encontraremos las soluciones. Aquí hay que tener en cuenta que el nacimiento en Chile de las hinchadas de fútbol y la forma en que se han desarrollado en los últimos 30 años son esencialmente diferentes de las situaciones de otras realidades nacionales, siendo los intentos de homologación, sobre todo para la elaboración de políticas públicas, un profundo error. Y es que si bien la estética y la performance corporal de todas las hinchadas de fútbol del mundo aparecen como similares al ser parte de un mismo fenómeno mundializado, no se puede asumir que los contextos históricos y sociales en que este se ha desarrollado son irrelevantes para analizarlo, afirmar tal cosa es tan poco riguroso como asumir que una pelea entre miembros de la hinchada del Matsumoto Yamaga FC de Japón tiene las mismas motivaciones y significados que una pelea entre hinchas del D.C. United de Washington, USA (ambos grupos apropian la misma estética de las hinchadas Chilenas, cantando incluso canciones con los mismos ritmos, y hasta en español).
No nos perdamos, la situación del fútbol en Chile en la actualidad e históricamente tiene bastante poco que ver con lo que pasa en Argentina o pasó en Inglaterra, y lejos de los mitos que se han querido construir, es una situación que nos cuenta una historia relacionada más a la violencia social y a la delincuencia en general en el país, que a un tipo de violencia específico atribuible al hincha de fútbol como tal. Basta decir para ejemplificarlo que solo en una noche cualquiera de “carrete” en Chile se producen más riñas, lesiones y detenciones que las que ocurren en un año entero en todo el fútbol chileno -incluyendo fútbol amateur y profesional- siendo las muertes tan excepcionales que no superan los diez casos en 40 años y que en su mayoría no se dieron con ocasión de eventos deportivos.
Sigue a esto que Chile, a pesar de tener por lejos una de las tasas de homicidio más bajas en el continente, muestra una tendencia al alza de las situaciones de violencia, y en especial de hechos de violencia relacionados a operaciones de tráfico de drogas. Las prácticas de consolidación en nuestro territorio de organizaciones criminales internacionales como el cartel de Cali han hecho crecer exponencialmente los volúmenes de droga en circulación y en ese ejercicio han crecido también las redes que estas organizaciones utilizan para reclutar a más integrantes, sobre todo en los sectores más precarizados de la sociedad. En Chile, donde no existen grandes conglomerados identitarios a nivel étnico o racial, las identificaciones con el fútbol se vuelven un objetivo estratégico a infiltrar para el narcotráfico, debido tanto a la conectividad interterritorial de que dota a sus agentes como a las pautas de sentido y pertenencia que aportan, las que son fundamentales para la organización criminal pues entregan algo que ni el dinero ni el miedo pueden lograr: una historia y cultura común para el grupo. Esta situación de infiltración de la droga se condice con el aumento en la última década de la frecuencia de situaciones de conflictividad entre algunos grupos específicos dentro de las mismas hinchadas, sobre todo en el espacio territorial de las fracciones centrales de las hinchadas más populares del país ubicadas en la Región Metropolitana, mostrando la integración de los capitales dinero y droga a la disputa dentro del mundo de las hinchadas, en un cambio radical respecto de los bienes y símbolos por los que concurren la mayor parte de los grupos.
El narcotráfico entendió algo que ni los especialistas en seguridad ciudadana ni el periodismo deportivo en su egolatría pudieron: la práctica del fútbol supera con creces a lo que sucede entre veintidós hombres y una pelota, el fútbol es lo que es pues se apropia por millones de personas alrededor del mundo en maneras diferenciales, el fútbol profesional convoca las multitudes no por ser un espectáculo donde unos juegan y los otros miran, lo es por ser un lugar donde distintos actores se encuentran participando en un mismo juego, uno donde desde el jugador al hincha comparten protagonismo y son capaces de generar multiplicidad de identificaciones con otros. La negación constante que se ha hecho de esas identidades múltiples, sobre todo respecto del rol del hincha de fútbol, le está entregando hoy a la criminalidad la posibilidad de ocupar todos los espacios abandonados y prohibidos por la cultura hegemónica. Y es que cuando el Estado proscribe en base a consideraciones prejuiciosas y genera políticas públicas represivas y criminalizantes hacia grupos sociales, al punto de llegar a normas legales que parecen olvidar el principio igualdad ante la ley –como son las últimas modificaciones integradas a la ley 19.327 de violencia en los estadios- lo único que consigue es el abandonar y regalarle el espacio del fútbol a la acción de aquellos grupos cuya cultura ha sido forjada en base a la ilegalidad y a la evasión de la ley: la cultura de la criminalidad. Cuando el periodismo deportivo en su clásico discurso se dedica a promover la represión y la negación de grupos sociales completos solo por ser distintos a sus pautas de normalidad o a su forma de concebir el deporte, lo único que está haciendo es ponernos un paso más cercano a extirpar de raíz, no la violencia en los estadios, sino que aquello que es lo más valorable que tiene el fútbol, la capacidad de construir ese tejido social de que está tan carente nuestra sociedad.
Pareciera que de tanto centrar nuestras expectativas en las historias de superación personal de los futbolistas famosos, empezamos a creer que el fútbol solo es una herramienta de salvación para ese par de niños que se convierten en multimillonarios, empezamos a olvidar que la práctica del fútbol – esa que va desde pegarle a la pelota hasta cantar en una galería, desde rifar una camiseta hasta lavar las medias sucias del equipo- tiene la capacidad de enfrentar en combate abierto a la pobreza y a la delincuencia con el arma más efectiva, aquella que fabrica pertenencia, que establece lazos de confianza, y que enciende ese necesario sentido de comunidad para miles de niños y jóvenes que hoy se encuentran en la encrucijada de sus vidas.
Si somos capaces de plantearnos el fútbol desde una mirada libre de prejuicios y mitos, si somos capaces de reconocer como válidos y destacables los lazos comunitarios de solidaridad que se establecen en los grupos de personas unidas por una pasión, apoyando las iniciativas de fútbol social que ya existen y promoviendo la conformación de nuevas; si el Estado, el periodismo y las ciencias sociales se comprometen y asumen con seriedad su responsabilidad hacia el país, podríamos estar frente a una oportunidad invaluable de combatir efectivamente la violencia, la delincuencia y la pobreza; la oportunidad de hacer del fútbol una estrategia para la paz.
Camilo Améstica Zavala es Sociólogo e Investigador Centro de Estudios Socioculturales del Deporte
Fuente: El Ciudadano
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